22 de abril de 2009

Tres Pies


Los martes son los días de visitas. Estudiantes, grupos de catecismo, asociaciones, etcétera, todos quieren participar de lo reconfortante que es compartir una tarde con la gente mayor, tratándonos como si fuéramos a rompernos y prestando tal vez demasiada atención a lo que contamos. Demasiada condescendencia para mí, simplemente prefiero pasar las tardes en el jardín.
Es razonable que alguien que se pasó la vida cuidando a los demás merezca ser cuidado por el tiempo que le queda; claro que ser cuidado por alguien inepto que no tiene idea de lo que hace, o cómo es la correcta forma de bañar a alguien sin herir su orgullo, es una tortura.
Que los papeles se inviertan y uno pase de enfermero a enfermo no es suficiente para mí, nunca nada en esta vida lo fue, pero una señorita de bien, recibida en el Sagrado Corazón de Jesús, no se queja de su suerte, siempre hay alguien peor, eso sin duda. Mis problemas son nimiedades, ¿en qué se compara tener una pierna menos con no tener la gracia del bautismo y la familia? La familia, claro, siempre la familia.
Hace unos meses viene una agrupación de jóvenes que creen ser mejores por ser diferentes, se ve desde lejos la excesiva compasión en sus ojos, en especial en la flamante presidenta. Llegan con regalos originales y un aire de juventud que a estas alturas solo trae recuerdos dolorosos. Andar en bicicleta por las calles arboladas, sentir el viento de verano a las siete de la tarde en la cara, en las manos, escurrirse por entre la pollera, revolviendo el pelo. No. Llega un punto en que se dejan de recordar esas sensaciones.
Pero este nuevo grupo es tan desafiante de la vida y la muerte, con la idea de ser capaces de todo. Esa impertinencia de creerse libres. Esa sensación no me es ajena, yo misma creí en un punto que tomaría las decisiones de mi vida. Cuidar a mi madre hasta que el Señor se la llevó fue mi decisión, podría haber huido, escapar a conocer el mundo, a estudiar baile, a casarme, a tener hijos que cuidarían de mí en estas circunstancias. Quedarme en la casa hasta que la vendieron también fue mi decisión, a esas alturas ya no podía esperar más que madurar tranquila y en silencio. Salir esa tarde fue mi decisión, cruzar la calle en ese exacto momento, también. No vayamos a culpar a nadie, eso si que no.
Por alguna razón la señorita presidenta Agustina no entiende mi callado pacto con la soledad, e insiste en pasar las tardes de los martes en el jardín conmigo. Sabe algo de plantas, pero parece mas interesada en escuchar lo que yo tengo para decir. No leí todo libro existente en jardinería para derrochar mi conocimiento en alguien como ella, con su falsa atención, sus ojos grandes, su cutis perfecto, sus ágiles piernas, cualidades que sin duda no se merece. Se declara no creyente a todas voces, viste sin cuidado, sin recato, con ese vocabulario vulgar, no es una mujer de merecer.
Alguien le debe haber mencionado la fecha, por eso debe ser la planta con el moño. ¡No vaya uno a creerlo! También es su cumpleaños, quizá debe ser lo único que tenemos en común. Disculpa querida, pero no sabía y no tengo nada para regalarte. Qué arrogancia al decir que ya le compraría algo para la semana que viene, ¡y en mi condición! como si fuera cosa de todos los días mover mi silla hasta la calle, bajar las escaleras de costado y dirigirme hasta una casa de regalos, o un vivero, ya que tanto le gustan las plantas, como si la gente que me ve no hiciera un esfuerzo para no verme, como si los niños no me temieran, o peor todavía, que a algún desubicado se le ocurriera ayudarme a cruzar la calle. Y toda esa humillación para hacerle un regalo.
Gracias por la planta querida. El olor al fondo de mi casa, al patio del colegio. Tal vez vuelvan un poco. No. Solo me siento mas pequeña en la silla, con la planta que empieza a pesar más que yo, es como si dejara de ocupar lugar en el mundo, de a poco, hasta desvanecerme del todo, de la memoria de todos; mientras ella me sigue mirando, con simulada compasión o escondido odio, no lo descifro y no deja de mirarme.
Claro que debe ser fácil mirarme desde arriba. Claro que debe ser fácil cumplir veintiocho años en vez de ochenta y dos. Volver a sentir la piel tersa pegada a la cara, si cierro los ojos fuerte puedo sentirlo, como la brisa de las siete de la tarde me atraviesa limpiamente, entrado a mi cuerpo como si no lo hiciera hace mucho, siento el aire viajar por mis órganos, despertándolos, inflándolos y desinflándolos, sin dolor, sin esfuerzo; sigo sintiendo la planta en las manos, el frío de la tierra en mis dedos, el aroma a naturaleza, a vivo, bien cerca de mi nariz desata un escalofrío que llega hasta los pies; los siento moverse –ambos- sí, como tantas otras veces, como tantas noches en que creí mover las sábanas y me desperté para verlas vacías. Pero ahora hay algo más, algo fresco y áspero debajo, el recuerdo de un verano en el patio, hace demasiados años. Una sensación vuelve a latir en mí, la necesidad de abrir los ojos para ver que las formas son nítidas, los colores definidos, la luz inmaculada y, efectivamente, ahí abajo hay un pie. Dos pies. Enfrente a ellos hay un solo pie, dos ruedas y el reflejo de una Agustina igual a mí explorando su nuevo cuerpo viejo.
La dejo ahí en mi silla, aun desde abajo me mira con disimulada superioridad, con esa cara de excesiva piedad, no se le va. No importa, ahora la veo por última vez mientras me alejo caminando, deslizándome, prácticamente flotando, y con la planta claro, después de todo, ella me la regaló.

Texto: Paula Uccelli.
Foto: Mauro Gallo.