20 de junio de 2009

Lunes


En el momento en que abrió los ojos la sintió en el cuarto. Estaba al costado de su cama y no la dejaba bajarse. Con un doloroso y largo suspiro la mandó hasta una esquina llena de libros, por lo menos mientras se levantaba y vestía.
Puso el agua para el té y las eternas dos rodajas de pan en el tostador. Prendió la radio, solo por costumbre; la máquina del tiempo se había roto hacia unos meses y desde entonces siempre era lunes. Escuchó algunas noticias solo para confirmar que seguía todo igual, y seguía siendo lunes. Le amargó el desayuno que se sentara frente a ella. En el viaje al trabajo vio cómo estaba en cada una de las personas que compartían con ella el tren, sin mirarla, ni pedirle disculpas por chocarla, ignorándola por completo.

El día en la oficina se hacía eterno, aunque por momentos lograba escaparse, ella estaba en todos lados: en el cubículo gris sin fotos, en el polvo que juntaba el teléfono, en las luces blancas del techo bajo, en las horribles ventanas de aluminio, que daban al horrible patio interno, donde nunca llegaba el sol y las plantas eran de un verde metal; y también en sus compañeros, que seguían de largo por su estación, haciendo alguna mueca que hacia tiempo había dejado de interpretar como una falsa sonrisa.
La única parte que le gustaba era cuando tenía que contar, contar archivos, contar clips, contar monedas, contar paquetes de galletitas y sobrecitos de azúcar, contar cucharitas y vasos para la maquina de café, contar cuántos pasos había desde su trabajo hasta el tren, cuantos tornillos tenía la ventana del vagón. Era un ejercicio que la tenía ocupada solo por un rato, porque siempre al llegar a cierto número, ella volvía. Reaparecía como una molestia en el cuello, como si de repente el peso del universo se hubiese descargado sobre su nuca, y la obligaba a mirar siempre para abajo impidiéndole ver a la gente a los ojos. Para las siete de la tarde el peso se trasladaba a sus pulmones, cada inspiración requería de todo su esfuerzo y su corazón lloraba de dolor con cada espiración.

Desde entonces ella no se desprendía un instante, estaba en sus pasos volviendo a su casa, en el esfuerzo que requería abrir la puerta, estaba en la más insulsa cena, en cada programa de televisión y en cada almohadón del sillón. Verla daba lástima y ganas de llorar. Se había acostumbrado tanto a llorar que todos los días luego de la cena, durante diez minutos se sentaba en la silla de la cocina, y se dejaba caer sobre la mesa, derramando lágrimas sobre la madera, que luego olía a ella.

Mientras se cepillaba los dientes la vio por el espejo. Por primera vez se detuvo a mirarla a los ojos, la vio vieja, tan vieja como el fuego mismo. Vio en su mirada un cansancio eterno, vio la misma monotonía que veía en el resto del mundo, y se dio cuenta que era ella la primera que la había sentido. Con incertidumbre se atrevió a hablarle, le pregunto por qué hacia tanto estaba con ella, por qué la atormentaba, por qué la atosigaba cada día de su vida. Preguntas que mil veces habían dado vueltas por su cabeza y no se atrevía a decir en voz alta. No le respondió, solo se quedó mirándola a través del espejo. Se lavó la cara y al volver a incorporarse no la encontró. Se metió en la cama y se abrigó de más. Mirando al techo se quedó pensando, esperando que ella vuelva a dormirse a su lado para helarle los huesos en la madrugada. Pero ella no llegó. No volvió en toda la noche.

Cuando salió el sol seguía despierta. Admiró los rayos que dejaba pasar la cortina de madera por un rato, y cuando le pegaron en los ojos advirtió la diferencia. Se incorporó en la cama y exploró cada centímetro del cuarto: las paredes blancas limpias de recuerdos, el cuadro de dos niñas en una barca, la ropa de la noche anterior en la silla y por último la pila de libros en la esquina. En ese instante se dio cuenta que era martes, y que ella no estaba más. Entonces descubrió que no sabía vivir sin ella, y empezó a extrañarla.

Texto: Paula Uccelli.
Foto: Mauro Gallo.